El señor del cero

El señor del cero


Mª Isabel Molina


Alfaguara. 1999

 

Páginas 9, 10, 11 y 12.

     La habitación estinada a clase era cuadrada, grande y estaba encalada. Un par de ventanas estrechas y veladas con celosías comunicaban con la calle. En el centro de la sala, el techo se elevaba en una cúpula rodeada de ventanas que formaban una gran linterna y por las que siempre pasaba el sol que iluminaba toda la sala. Por un lateral, se abría sin puertas a un patio grande, bañado por el sol con dos naranjos y dos limoneros algo escuálidos y una fuente que borboteaba en el centro.
     El suelo era de barro rojo y los mucha­chos se sentaban en hileras, con las tablillas ante ellos; eran ya adolescentes y atendían silenciosos al maestro, que llevaba un turbante oscuro como signo de su categoría y paseaba entre las filas de los chicos, mientras dictaba. 
      —Tomad notas si lo necesitáis. En cuanto alguno tenga la solución, que levante una mano Tendrá un punto extra para la nota final. Por su­puesto, sólo cuentan las soluciones exactas.
     Empezó a recitar: 
              Un ladrón, un cesto de naranjas,
              del mercado robó,
              y por entre los huertos escapó;
              al saltar una valla,
              la mitad más media perdió;
              perseguido por un perro,
              la mitad menos media abandonó;
              tropezó en una cuerda,
              la mitad más media desparramó;
              en su guarida, dos docenas guardó.
              Vosotros, los que buscáis la sabiduría,
              decidnos:
              ¿cuántas naranjas robó el ladrón? 
     Los muchachos agacharon la cabeza so­bre sus tablillas; muy pronto, un chico moreno, de pelo rizado, levantó la mano.
     El maestro preguntó:
     —José, ¿cuál es el resultado?
     —Ciento noventa y cinco naranjas, señor.
     —Está bien. Los demás, guardad el pro­blema para resolverlo en casa. Ya conocéis la solución.
[...]
     El murmullo de la clase le sacó de sus pensamientos. Ordenó:      —¡Tomad nota de otro problema! Comenzó a dictar: 
              Un collar se rompió mientras jugaban
              dos enamorados,
              y una hilera de perlas se escapó.
              La sexta parte al suelo cayó,
              la quinta parte en la cama quedó,
              y un tercio la joven recogió.
              La décima parte el enamorado encontró
              y con seis perlas el cordón se quedó.
              Vosotros, los que buscáis la sabiduría,
               decidme cuántas perlas tenía
              el collar de los enamorados.
     En la clase se hizo el silencio; se escu­chaban los leves crujidos de las vigas y los leja­nos rumores de los mercaderes que recogían sus mercancías en las tiendas.
     En esta ocasión la mano de Alí se alzó primero:
     —Son treinta y cinco perlas, señor.
     —No es el resultado exacto. No por mucho apresurarse se consiguen mejores resultados.
La mano de José ya se alzaba en el aire.
     —Treinta perlas, señor.
     —Exacto. Los que no lo hayan resuelto, que lo terminen en casa.
     La voz del muezzin que llamaba a ora­ción desde la mezquita se coló por todas las ven­tanas de la sala. El maestro dio una palmada y los muchachos se levantaron y del arcón que ha­bía al fondo de la sala sacaron sus pequeñas alfombras de plegaria disponiéndose para la ora­ción. José y otros cinco muchachos se dirigieron a un rincón.



Así comienza este libro que engancha y con muchos guiños históricos. Se busca una solución aritmética (nada de álgebra) a los dos problemas que aparecen, el de las naranjas y el del collar.