Historia de mi juventud. (Viaje por España 1806-1809)
Francisco Arago.
Espasa Calpe Argentina. Colección Austral. 1946.
Páginas 24, 25 y 26.
Llegó por fin el día del examen, y entonces fuí a Tolosa, en compañía de un aspirante que había estudiado en el colegio municipal. Era la primera vez que alumnos venidos de Perpiñán se presentaban a concurso.
Mi compañero, atemorizado, fracasó lamentablemente. Cuando después de él me tocó a mí el turno de pasar al pizarrón, se estableció entre el examinador, señor Monge, y yo el más extraño de los diálogos:
-Si va a contestar como su compañero, sobra el interrogatorio.
-Señor, mi compañero sabe muchísimo más de lo que ha demostrado saber; tengo la esperanza de tener más suerte que él; pero lo que usted acaba de decirme podría muy intimidarme e impedir en consecuencia que eche mano de todos mis recursos.
-La timidez constituye siempre la excusa de los ignorantes; para ahorrar la vergüenza de un fracaso, le propongo evitar el examen.
-No conozco vergüenza mayor que la que usted me está infligiendo en estos momentos. Tenga usted la bondad de interrogarme; es su obligación.
-Veo que está usted muy pagado de sí mismo, caballero. Vamos a ver si ese orgullo es legítimo.
-¡Comience, señor: lo espero!
El señor Monge me hizo una pregunta de geometría, a la que contesté en forma que podía disipar sus dudas sobre mi preparación. De ahí pasó a una de álgebra, la resolución de una ecuación numérica. Me conocía la obra de Lagrange como la palma de la mano; analicé todos los métodos conocidos, explicando sus ventajas y sus defectos: método de Newton, método de las serie recurrentes, métodos de las cascadas, método de las fracciones continuas, en fin, a todo se pasó revista; la contestación había durado no menos de una hora. Monge, ante esa exposición, ya más bondadosamente, me dijo:
-Podría, ahora mismo, considerar teminado el examen: quiero, sin embargo, por gusto hacerle dos preguntas más. ¿Qué relaciones existen entre una línea curva y la recta que le es tangente?
Consideré la pregunta como un caso particar de la teoría de las osculaciones que había estudiado en el Tratado de las funciones analíticas de Lagrange.
Finalmente, me dijo el examinador:
-¿Cómo determinaría usted la tensión de los diferentes cables que componen una máquina funicular?
Planteé este problema de acuerdo con el método expuesto en la Mecánica analítica. Como se podrá observar, Lagrange se había anticipado a todas las exigencias de mi examen.
Hacía dos horas y un cuarto que estaba en el pizarrón; el señor Monge, levantándose, vino a abrazarme, y declaró solemnemente que ocuparía el primer puesto en la lista. Este rasgo del señor Monge y su declaración me llenaron de alegría, pues, durante el examen de mi compañero, había oído a varios aspirantes tolosanos expresar sarcasmos poco amables para los alumnos de Perpiñán, por lo que esto constituía una especie de desquite y un timbre de orgullo para mi ciudad natal.
En el comienzo del libro se describe el entierro de F. Arago la mañana del 5 octubre de 1853: había muerto el día 2 de ese mes.
No me creo los diálogos anteriores pero sí me sorprende lo que había que saber para entrar en la "Escuela Politécnica de París" (así llamada en el libro) sobre 1803, cuando Arago tenía 17 años.
Francisco Arago.
Espasa Calpe Argentina. Colección Austral. 1946.
Páginas 24, 25 y 26.
Llegó por fin el día del examen, y entonces fuí a Tolosa, en compañía de un aspirante que había estudiado en el colegio municipal. Era la primera vez que alumnos venidos de Perpiñán se presentaban a concurso.
Mi compañero, atemorizado, fracasó lamentablemente. Cuando después de él me tocó a mí el turno de pasar al pizarrón, se estableció entre el examinador, señor Monge, y yo el más extraño de los diálogos:
-Si va a contestar como su compañero, sobra el interrogatorio.
-Señor, mi compañero sabe muchísimo más de lo que ha demostrado saber; tengo la esperanza de tener más suerte que él; pero lo que usted acaba de decirme podría muy intimidarme e impedir en consecuencia que eche mano de todos mis recursos.
-La timidez constituye siempre la excusa de los ignorantes; para ahorrar la vergüenza de un fracaso, le propongo evitar el examen.
-No conozco vergüenza mayor que la que usted me está infligiendo en estos momentos. Tenga usted la bondad de interrogarme; es su obligación.
-Veo que está usted muy pagado de sí mismo, caballero. Vamos a ver si ese orgullo es legítimo.
-¡Comience, señor: lo espero!
El señor Monge me hizo una pregunta de geometría, a la que contesté en forma que podía disipar sus dudas sobre mi preparación. De ahí pasó a una de álgebra, la resolución de una ecuación numérica. Me conocía la obra de Lagrange como la palma de la mano; analicé todos los métodos conocidos, explicando sus ventajas y sus defectos: método de Newton, método de las serie recurrentes, métodos de las cascadas, método de las fracciones continuas, en fin, a todo se pasó revista; la contestación había durado no menos de una hora. Monge, ante esa exposición, ya más bondadosamente, me dijo:
-Podría, ahora mismo, considerar teminado el examen: quiero, sin embargo, por gusto hacerle dos preguntas más. ¿Qué relaciones existen entre una línea curva y la recta que le es tangente?
Consideré la pregunta como un caso particar de la teoría de las osculaciones que había estudiado en el Tratado de las funciones analíticas de Lagrange.
Finalmente, me dijo el examinador:
-¿Cómo determinaría usted la tensión de los diferentes cables que componen una máquina funicular?
Planteé este problema de acuerdo con el método expuesto en la Mecánica analítica. Como se podrá observar, Lagrange se había anticipado a todas las exigencias de mi examen.
Hacía dos horas y un cuarto que estaba en el pizarrón; el señor Monge, levantándose, vino a abrazarme, y declaró solemnemente que ocuparía el primer puesto en la lista. Este rasgo del señor Monge y su declaración me llenaron de alegría, pues, durante el examen de mi compañero, había oído a varios aspirantes tolosanos expresar sarcasmos poco amables para los alumnos de Perpiñán, por lo que esto constituía una especie de desquite y un timbre de orgullo para mi ciudad natal.
En el comienzo del libro se describe el entierro de F. Arago la mañana del 5 octubre de 1853: había muerto el día 2 de ese mes.
No me creo los diálogos anteriores pero sí me sorprende lo que había que saber para entrar en la "Escuela Politécnica de París" (así llamada en el libro) sobre 1803, cuando Arago tenía 17 años.