David Leavitt
Editorial Anagrama. 2011
Páginas 226 y 227.
Yo tenia unas ideas muy personales sobre la demostración. Me parecía que las demostraciones tenían que ser bonitas y, en la medida de lo posible, concisas. Una demostración bonita debería ser tan elegante como una oda de Shelley y, al igual que una oda, también debería denotar amplitud. Intenté grabar eso en la mente de Ramanujan.
—Una buena demostración —le expliqué— tiene que conjugar el efecto sorpresa con la inevitabilidad y la economía.
Es, por supuesto, una demostración por reducción al absurdo, así que empezamos dando por hecho lo contrario de lo que pretendemos demostrar; damos por hecho que sólo existe un número finito de primos, y denominamos al último primo, al primo más grande, P. Debemos recordar también que, por definición, cualquier número no primo puede ser descompuesto en primos. Por poner un ejemplo al azar, 190 se descompone en 19 x 5 x 2.
Suponiendo entonces que P es el número primo más grande, podemos escribir los primos en orden, del menor al mayor, y la serie sería la siguiente:
2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23 ... P
Luego podemos proponer un número, Q, que sea mayor que todos los primos multiplicados juntos. Es decir:
Q = (2x3x5x7x11x13...xP)+1
Q puede ser primo o no. Si Q es primo, eso contradice el supuesto de que P es el número primo más grande. Pero si Q no es primo, tiene que ser divisible por algún primo, y no puede tratarse de ninguno de los primos que hay hasta llegar a P, ni tampoco del propio P. Así que el primo divisor de Q tiene que ser un primo mayor que P, lo que vuelve a contradecir el supuesto original. Por lo tanto no existe un número primo mayor que todos, sino una infinidad de primos.No puedo explicarles el placer que encuentro, incluso hoy en día, en la belleza de esta demostración; en el breve pero extraordinario viaje que representa, desde una proposición aparentemente razonable (que existe un número primo mayor que todos) hasta la conclusión inevitable, pero totalmente inesperada, de que la proposición es falsa. Y no me estaría ateniendo a la verdad si les dijera que Ramanujan no era consciente de la belleza de la demostración. Comprendía su belleza, y la apreciaba. Y, sin embargo, su aprecio se asemejaba más al que yo siento por las novelas del señor Henry James. Quiero decir, las admiro pero, aun así, no me encantan. De la misma manera, nunca me dio la sensación de que a Ramanujan le encantara la demostración. Lo que le encantaban eran los números en sí mismos. Su infinita flexibilidad y, no obstante, su orden inflexible. El grado en que muchas leyes naturales, muchas de las cuales no comprendemos, ponen a prueba nuestra capacidad para manipularlas. Littlewood pensaba que Ramanujan era un anacronismo. Según él, pertenecía a la época de las fórmulas, que se había terminado hacia cien años. Si hubiese sido alemán, si hubiera nacido en 1800, habría cambiado la historia del mundo. Pero nació demasiado tarde, y en el lado equivocado del océano, y aunque nunca lo reconociera, estoy seguro de que lo sabía.
Es Hardy el que piensa así en esta novela en la que se cuenta la vida de Ramanujan. Es una novela muy recomendable.
Ramanujan nació el 22 de diciembre de 1887: mañana se cumplirá el 125 aniversario de su nacimiento.