La música de los números primos.
Marcus du Sautoy
Acantilado. 2007
Páginas 174, 175 y 176.
La ciudad prusiana de Königsberg había alcanzado una cierta notoriedad matemática en el siglo XVIII gracias al rompecabezas sobre sus puentes que Euler había resuelto en 1735. A finales del siglo XIX la ciudad reconquistó un puesto en el mapa matemático por haber alumbrado a David Hilbert, uno de los gigantes de las matemáticas del siglo XX.
Aunque apreciaba mucho su ciudad de origen Hilbert era consciente de que el fuego matemático más resplandeciente ardía tras las murallas de Gotinga. Gracias a la herencia que dejaron Gauss, Dirichlet, Dedekind y, sobre todo, Riemann, Gotinga se había convertido en la meca de las matemáticas. En aquel momento Hilbert fue quien, quizá más que ningún otro, tomó conciencia del alcance del cambio que Riemann había introducido en la disciplina: Riemann había llegado a la conclusión de que el intento de comprender las estructuras y los esquemas que se hallan en la base del mundo matemático era más provechoso que concentrarse en fórmulas y cálculos pesados. Los matemáticos empezaban a escuchar la orquesta matemática de un nuevo modo: ya no obsesionados por las notas individuales, ahora empezaban a oír la música subyacente que provenía de los objetos que estudiaban. Riemann había sido el pionero de un renacimiento del pensamiento matemático que se reforzó con la generación de Hilbert. Como el mismo Hilbert escribió en 1897, su intención era implementar «el principio de Riemann según el cual las demostraciones deberían de guiarse sólo por el razonamiento y no por los cálculos».
Hilbert consiguió prestigio en los círculos académicos alemanes precisamente llevando a la práctica este principio. Desde niño había aprendido que los antiguos griegos habían demostrado la existencia de infinitos números primos, es decir, de los números indispensables para la construcción de cualquier otro posible. En su época de estudiante leyó que si tomabamos en consideración las ecuaciones en lugar de los números las cosas parecían ser de otro modo. A finales el siglo XIX se había convertido en un reto demostrar que, al contrario de lo que ocurre con los números primos, existía un número finito de ecuaciones que se podían usar para generar ciertos conjuntos infinitos de ecuaciones: los matemáticos de la época de Hilbert intentaban demostrar este hecho recurriendo a un laborioso trabajo de construcción de ecuaciones. Hilbert dejó estupefactos a sus contemporáneos al demostrar la existencia de tal conjunto finito de elementos básicos, aunque no estaba en condiciones de construirlo. Igual que el maestro de la escuela de Gauss se había quedado observando con incredulidad a aquel alumno que calculaba la suma de los números del 1 al 100, a los superiores de Hilbert les costaba creer que se pudiera explicar la teoría de las ecuaciones sin un duro trabajo.
Se trataba de un auténtico reto a la ortodoxia matemática de la época: al no poder ver aquella lista finita se hacía difícil aceptar su existencia, aunque estuviera confirmada por la demostración. Tener que aceptar que algo no podía ser visto aunque su existencia fuera irrefutable provocaba desconcierto en unos matemáticos todavía devotos de la tradición francesa, fundada en las ecuaciones y fórmulas explícitas. A Propósito de la obra de Hilber, Paul Gordan, uno de los expertos en este campo declaró: «Esto no es matemática. Esto es teología». Pero Hilbert, a pesar de no haber cumplido todavía treinta años, no rectificó. Finalmente, sus ideas fueron aceptadas, e incluso Gordan le dio la razón: «Me he convencido de que la teología tiene su mérito». A partir de entonces Hilbert se dedicó al estudio de los números enteros, un tema que él describió como «un edificio de rara belleza y armonía».
Así de bien escribe Marcus du Sautoy que consigue que enganches fácilmente con el libro.
David Hilbert nació el 23 de enero de 1862.
Marcus du Sautoy
Acantilado. 2007
Páginas 174, 175 y 176.
Aunque apreciaba mucho su ciudad de origen Hilbert era consciente de que el fuego matemático más resplandeciente ardía tras las murallas de Gotinga. Gracias a la herencia que dejaron Gauss, Dirichlet, Dedekind y, sobre todo, Riemann, Gotinga se había convertido en la meca de las matemáticas. En aquel momento Hilbert fue quien, quizá más que ningún otro, tomó conciencia del alcance del cambio que Riemann había introducido en la disciplina: Riemann había llegado a la conclusión de que el intento de comprender las estructuras y los esquemas que se hallan en la base del mundo matemático era más provechoso que concentrarse en fórmulas y cálculos pesados. Los matemáticos empezaban a escuchar la orquesta matemática de un nuevo modo: ya no obsesionados por las notas individuales, ahora empezaban a oír la música subyacente que provenía de los objetos que estudiaban. Riemann había sido el pionero de un renacimiento del pensamiento matemático que se reforzó con la generación de Hilbert. Como el mismo Hilbert escribió en 1897, su intención era implementar «el principio de Riemann según el cual las demostraciones deberían de guiarse sólo por el razonamiento y no por los cálculos».
Hilbert consiguió prestigio en los círculos académicos alemanes precisamente llevando a la práctica este principio. Desde niño había aprendido que los antiguos griegos habían demostrado la existencia de infinitos números primos, es decir, de los números indispensables para la construcción de cualquier otro posible. En su época de estudiante leyó que si tomabamos en consideración las ecuaciones en lugar de los números las cosas parecían ser de otro modo. A finales el siglo XIX se había convertido en un reto demostrar que, al contrario de lo que ocurre con los números primos, existía un número finito de ecuaciones que se podían usar para generar ciertos conjuntos infinitos de ecuaciones: los matemáticos de la época de Hilbert intentaban demostrar este hecho recurriendo a un laborioso trabajo de construcción de ecuaciones. Hilbert dejó estupefactos a sus contemporáneos al demostrar la existencia de tal conjunto finito de elementos básicos, aunque no estaba en condiciones de construirlo. Igual que el maestro de la escuela de Gauss se había quedado observando con incredulidad a aquel alumno que calculaba la suma de los números del 1 al 100, a los superiores de Hilbert les costaba creer que se pudiera explicar la teoría de las ecuaciones sin un duro trabajo.
Se trataba de un auténtico reto a la ortodoxia matemática de la época: al no poder ver aquella lista finita se hacía difícil aceptar su existencia, aunque estuviera confirmada por la demostración. Tener que aceptar que algo no podía ser visto aunque su existencia fuera irrefutable provocaba desconcierto en unos matemáticos todavía devotos de la tradición francesa, fundada en las ecuaciones y fórmulas explícitas. A Propósito de la obra de Hilber, Paul Gordan, uno de los expertos en este campo declaró: «Esto no es matemática. Esto es teología». Pero Hilbert, a pesar de no haber cumplido todavía treinta años, no rectificó. Finalmente, sus ideas fueron aceptadas, e incluso Gordan le dio la razón: «Me he convencido de que la teología tiene su mérito». A partir de entonces Hilbert se dedicó al estudio de los números enteros, un tema que él describió como «un edificio de rara belleza y armonía».
Así de bien escribe Marcus du Sautoy que consigue que enganches fácilmente con el libro.
David Hilbert nació el 23 de enero de 1862.