La medición del mundo


La medición del mundo. Un fascinante encuentro entre la literatura y la ciencia.

Daniel Kehlmann


Maeva ediciones. 2006


Páginas 38, 39 y 40.
El maestro de la escuela se llamaba Büttner y le gustaba castigar. Fingía ser severo y ascético, pero a veces la expresión de su rostro revelaba lo mucho que le complacía pegar. Prefería imponer tareas que sus alumnos, a pesar de trabajar mucho rato, fuesen incapaces de resolver sin faltas, de forma que al final hubiese un motivo para sacar la palmeta. Era el barrio más pobre de Braunschweig, ninguno de los niños de allí asistiría al instituto, todos trabajarían con las manos. Él sabía que Büttner no le podía ni ver. Por silenciosamente que se comportase y por mucho que intentara contestar despacio igual que todos, percibía la desconfianza del maestro, y era consciente de que éste sólo aguardaba un motivo para atizarle un poco más fuerte que a los demás.
Y se lo dio.
Büttner les había mandado sumar todas las cifras de uno a cien. Eso costaría horas y ni con la mejor voluntad lo lograrían sin cometer tarde o temprano algún fallo en la suma que los haría acreedores al castigo. ¡Venga, había gritado Büttner, dejad de papar moscas, empezad de una vez, vamos! Más tarde, Gauss ya no recordaba si ese día había estado más cansado de lo habitual o sencillamente sólo distraído. En cualquier caso, no se había controlado, y a los tres minutos se encontraba con su pizarrita, que contenía una sola línea escrita, ante el pupitre del maestro. Veamos, dijo Büttner agarrando la palmeta. Su mirada cayó sobre el resultado, y se quedó petrificado. Preguntó qué significaba eso. Cinco mil cincuenta.
¿Qué? 
A Gauss le falló la voz, carraspeó, sudaba. Sólo ansiaba volver a su sitio y sumar como los demás, que permanecían sentados con la cabeza gacha como si no escuchasen. De eso se trataba, de sumar todos los números del uno al cien. Cien más uno, daba ciento una. Noventa y nueve más dos daba ciento uno. Noventa y ocho más tres daba ciento uno. Siempre ciento uno. Y así cincuenta veces. Es decir, cincuenta por ciento uno.
Büttner calló. Cinco mil cincuenta, repitió Gauss, confiando en que Büttner por una vez lo entendiera.
Cincuenta por ciento uno eran cinco mil cincuenta. Se frotó la nariz. Estaba a punto de echarse a llorar.
Dios me maldiga, farfulló Büttner. Luego enmudeció un buen rato. Su rostro reflejaba el trabajo: sorbía las mejillas y alargaba el mentón, se frotaba la frente y se golpeaba la nariz. Después mandó a Gauss a su sitio. Tenía que sentarse, mantener la boca cerrada y quedarse después de clase.
Gauss respiró hondo. 
No me repliques, dijo Büttner, y en el acto empezaron los palos.
Total, que tras la última clase Gauss se presentó ante el pupitre del maestro con la cabeza gacha. Büttner le hizo prometer por su honor, y concretamente por Dios, que todo lo ve, de que había hecho la suma solo. Gauss así lo hizo, pero cuando iba a explicarle que eso carecía de importancia, que bastaba con examinar un problema sin prejuicios ni rutina para que éste mostrase por sí mismo su solución, Büttner le interrumpió y le entregó un grueso libro. Alta aritmética: su fuerte. Gauss tenía que llevárselo a casa y estudiarlo. Con sumo cuidado. Una página doblada, una mancha, la huella de un dedo, y Dios te libre de la lluvia de palos.
Devolvió el libro al día siguiente.
Büttner le preguntó qué significaba. ¡Claro que era difícil, pero uno no se rendía tan deprisa!
Gauss negó con la cabeza, quería explicarse, pero no pudo. Los mocos corrían por encima de su boca. Tuvo que sorbérselos.
¡Habla de una vez! Había terminado, balbuceó. Le había resultado interesante y deseaba darle las gracias. Miró fijamente a Büttner y rezó para que fuera motivo suficiente.
No era preciso mentir, repuso Büttner. Ése era el manual más dificil en lengua alemana. Nadie podía estudiarlo en un día, y menos un crío de ocho años con la nariz llena de mocos.
Gauss no sabía qué responder.
Büttner cogió el libro con manos inseguras. Gauss sabía lo que le esperaba: ¡ahora iba a preguntarle!
Media hora después, contemplaba a Gauss con expresión vacía. Sabía que no era un buen maestro. Carecía de vocación y de especiales aptitudes. Pero ahora había llegado el momento: si Gauss no iba al instituto, su vida de maestro habría transcurrido en balde. El maestro lo observaba con expresión confusa; después, acaso para combatir su emoción, agarró la palmeta y Gauss recibió la última tanda de golpes de su vida.
















En el texto anterior pone "les había mandado sumar todas las cifras de uno a cien". Supongo que es un error en la traducción pero, ¿cuál sería este resultado?
Johann Carl Friedrich Gauss  murió el 23 de febrero de 1855.