El tío Petros y la conjetura de Goldbach.
Apostolos Doxiadis
Ediciones B, S.A. 2000
Páginas 30 a la 38.
Al final de ese curso lectivo me otorgaron un premio por tener las notas más altas en Matemáticas. Mi padre se jactó de ello ante el tío Anargyros... ¡como si pudiera haber hecho otra cosa!
Yo había terminado mi penúltimo año de bachillerato y mis padres habían decidido que estudiaría en una universidad estadounidense. Puesto que el sistema en ese país no exige declarar el principal campo de interés del alumno en el momento de matricularse, tuve la oportunidad de posponer el momento de revelar a mi padre la terrible verdad —pues así la calificaría él— durante unos años más. (Por suerte, mis dos primos ya habían escogido una carrera que garantizaba al negocio familiar una nueva generación de empresarios.) De hecho, lo distraje durante un tiempo con vagos comentarios sobre mis intenciones de estudiar Económicas mientras urdía mi plan: una vez que estuviera matriculado en la universidad, con el Atlántico entero entre yo y la autoridad de mi padre, podría dirigir los estudios hacia mi verdadero Destino.
Ese año, en la fiesta de san Pedro y san Pablo, no pude resistirme más. En cierto momento llevé al tío Petros aparte e impulsivamente le confesé mis intenciones.
—Tío, estoy pensando en estudiar Matemáticas.
Mi entusiasmo no produjo una reacción inmediata. Mi tío permaneció callado e impasible, mirándome fijamente con expresión muy seria. Me estremecí al pensar que aquél debía de ser el aspecto que tenía mientras luchaba por desvelar los misterios de la conjetura de Goldbach.
—¿Qué sabes de matemáticas, jovencito? —preguntó tras un breve silencio.
No me gustó su tono, pero proseguí de acuerdo con mis planes:
—He sido el primero de la clase, tío Petros. ¡Me han dado el premio del instituto!
Por unos instantes pareció sopesar esa información y luego se encogió de hombros.
—Es una decisión importante —dijo—, que no deberías tomar sin meditarla antes. ¿Por qué no vienes a verme una tarde y hablamos del asunto? —Luego añadió, innecesariamente—: Sería preferible que no se lo dijeras a tu padre.
Fui a verlo pocos días después, en cuanto conseguí una buena coartada. El tío Petros me condujo a la cocina y me ofreció una bebida fría hecha con cerezas ácidas de su huerto. Luego se sentó frente a mí con aspecto solemne y profesional.
—Veamos, ¿qué son las matemáticas en tu opinión? —preguntó. El énfasis en la última palabra sugería que cualquier respuesta que le diera sería equivocada.
Balbuceé una sucesión de lugares comunes, como que era la más sublime de las ciencias y tenía maravillosas aplicaciones en el campo de la electrónica, la medicina y la exploración espacial.
El tío Petros frunció el entrecejo.
—Si te interesan las aplicaciones prácticas, ¿por qué no estudias ingeniería? O física. Esas ciencias también están relacionadas con cierta clase de matemáticas.
Otra inflexión cargada de significado. Era evidente que él no tenía en gran estima esa clase de matemáticas. Antes de humillarme aún más, decidí que no estaba a su altura y lo admití.
—Tío, no puedo explicar el porqué con palabras. Lo único que sé es que quiero ser matemático. Supuse que lo entenderías...
El reflexionó por unos instantes y al cabo preguntó:
—¿Sabes jugar al ajedrez?
—Un poco, pero no me pidas que juegue, por favor. Sé muy bien que perdería.
Petros sonrió.
—No iba a proponerte una partida; sólo quiero darte un ejemplo que comprendas. Mira, las verdaderas matemáticas no tienen nada que ver con las aplicaciones prácticas ni con los procedimientos de cálculo que aprendes en el colegio. Estudian conceptos intelectuales abstractos que, al menos mientras el matemático está ocupado con ellos, no guardan relación alguna con el mundo físico y sensorial.
—Me parece bien—dije.
—Los matemáticos —prosiguió— encuentran el mismo placer en sus estudios que los jugadores de ajedrez en el juego. De hecho, desde un punto de vista psicológico, el verdadero matemático se parece a un poeta o a un compositor musical; en otras palabras, a alguien preocupado por la creación de belleza y la búsqueda de armonía y perfección. Es el polo opuesto al hombre práctico, el ingeniero, el político o... —hizo una pausa, buscando una figura aún más aborrecible en su escala de valores—, claro está, el hombre de negocios.
Si me contaba aquello con el fin de desanimarme había escogido el camino equivocado.
—Es precisamente lo que busco, tío Petros —repuse con entusiasmo—. No quiero ser ingeniero; no quiero trabajar en la empresa de la familia. Quiero enfrascarme en las verdaderas matemáticas igual que tú... ¡como hiciste con la conjetura de Goldbach! ¡Caray! ¡La había fastidiado! Antes de salir hacia Ekali había decidido que no haría ninguna referencia a la conjetura de Goldbach durante la conversación; pero en mi entusiasmo había sido lo bastante imprudente para soltárselo.
Aunque el tío Petros permaneció impertérrito, noté un ligero temblor en su mano.
—¿Quién te ha hablado de la conjetura de Goldbach? —preguntó en voz baja.
—Mi padre —murmuré.
—¿Y qué te dijo exactamente?
—Que intentaste resolverla.
—¿Sólo eso?
—Y... que no lo lograste.
Su mano dejó de temblar.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Mmm... —dijo—. ¿Qué te parece si hacemos un trato?
—¿Qué clase de trato?
—Escúchame: yo creo que en matemáticas, igual que en el arte o en los deportes, si uno no es el mejor, no es nada. Un ingeniero de caminos, un abogado o un dentista que sea sencillamente eficaz puede tener una vida profesional creativa y satisfactoria. Sin embargo, un matemático medio (naturalmente, no me refiero a un profesor de secundaria, sino a un investigador), es una tragedia andante, una tragedia viviente...
—Pero tío —lo interrumpí—, yo no tengo la menor intención de ser un matemático medio. Quiero ser un número uno.
Mi tío sonrió.
—Al menos en eso te pareces a mí. Yo también era demasiado ambicioso. Pero verás, jovencito, no basta con tener buenas intenciones. Este campo no es como otros, en los que la diligencia siempre tiene una compensación. Para llegar a la cima en el mundo de las matemáticas necesitas algo más, una condición absolutamente imprescindible para el éxito.
— ¿Y cuál es?
Me dirigió una mirada de perplejidad por ignorar lo obvio.
—¡Talento, desde luego! La aptitud natural en su máxima expresión. Nunca lo olvides: Mathematicus nascitur, non fit; el matemático nace, no se hace. Si no tienes esa aptitud especial en los genes, trabajarás en vano durante toda tu vida y un día acabarás siendo un mediocre. Un mediocre distinguido, quizá, pero mediocre al fin.
Lo miré fijamente a los ojos.
—¿Cuál es el trato, tío?
Titubeó un momento, como si estuviera pensándolo. Por fin dijo:
—No quiero verte haciendo unos estudios que te conducirán al fracaso y la desdicha. En consecuencia, te pido que me hagas la firme promesa de que no te convertirás en matemático a menos que descubras que tienes un talento extraordinario. ¿Aceptas?
Aquello me desconcertó.
—Pero ¿cómo puedo determinar eso, tío?
—No puedes ni necesitas hacerlo —respondió con una sonrisita artera—. Lo haré yo.
— ¿Tú?
—Sí. Te pondré un problema que te llevarás a casa y tratarás de resolver.
Según lo que hagas con él, podré juzgar mejor si tienes madera de gran matemático.
La propuesta me inspiró sentimientos contradictorios: detestaba las pruebas, pero me fascinaban los retos.
—¿Cuánto tiempo tendré? —pregunté.
El tío Petros entornó los ojos mientras sopesaba la cuestión.
—Mmm... Bien, digamos que hasta el comienzo del curso lectivo, el primero de octubre. Serán casi tres meses.
Ignorante de mí, pensé que en tres meses era capaz de resolver no uno sino cualquier número de problemas matemáticos.
—¿Tanto?
—Bueno, el problema será difícil —contestó—. No cualquiera puede resolverlo, pero si tienes dotes para ser un gran matemático, lo conseguirás. Naturalmente, deberás prometer que no pedirás ayuda a nadie ni consultarás libros.
—Lo prometo —dije.
Me miró fijamente.
— ¿Eso significa que aceptas el trato?
Solté un profundo suspiro.
—¡Lo acepto!
Sin pronunciar una palabra, el tío Petros se marchó y al cabo de unos instantes regresó con lápiz y papel. Adoptó una actitud expeditiva, de matemático a matemático, y dijo:
—He aquí el problema... Supongo que ya sabrás algo sobre números primos, ¿no?
— ¡Desde luego, tío! Un número primo es un entero mayor que 1 que no tiene divisores aparte de sí mismo y de la unidad. Por ejemplo, 2, 3, 5, 7, 11, 13 y así sucesivamente.
Parecía satisfecho con la exactitud de mi definición.
— ¡Estupendo! Ahora dime, ¿cuántos números primos hay?
De pronto, me sentí un ignorante.
—¿Cuántos?
—Sí, cuántos. ¿No te lo han enseñado en el colegio?
—No.
Mi tío sacudió la cabeza con expresión de disgusto ante la baja calidad de la enseñanza de matemáticas en Grecia.
—De acuerdo, te lo diré porque vas a necesitarlo: los números primos son infinitos, según demostró por primera vez Euclides en el siglo III antes de Cristo. Su prueba es una joya por su belleza y simplicidad. Usando el método de reductio ad absurdum, de reducción al absurdo, en primer lugar da por sentado lo contrario de lo que desea probar, es decir que los números primos son finitos. Luego...
Con rápidos y vigorosos trazos en el papel y unas pocas palabras aclaratorias, el tío Petros escribió para mí la prueba de nuestro sabio antecesor, dándome también el primer ejemplo de las verdaderas matemáticas.
—... Lo que sin embargo es contrario a nuestra hipótesis previa —concluyó—. La serie finita lleva a una contradicción, ergo los números primos son infinitos. Quod erat demonstrandum.
—Eso es fantástico, tío —dije, fascinado por el ingenio de la demostración—. ¡Es tan simple!
—Sí —respondió con un suspiro—, muy simple, pero no se le ocurrió a nadie antes de que Euclides lo demostrara. Piensa en la lección que se oculta tras esto: a veces las cosas parecen sencillas sólo en retrospectiva.
Yo no estaba de humor para filosofar.
—Sigue, tío. Ponme el problema que tengo que resolver.
Primero lo escribió en un papel y luego lo leyó en voz alta.
—Quiero que intentes demostrar —dijo— que todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de dos primos.
Reflexioné por un instante, rezando con fervor por una inspiración repentina que me permitiera vencerlo con una solución instantánea. Sin embargo, no llegó, y me limité a decir:
—¿Eso es todo?
Tío Petros sacudió un dedo a modo de advertencia.
—¡No es tan sencillo! Para cada caso en particular que puedas considerar, 4 = 2 + 2, 6 = 3 + 3, 8 = 3 + 5, 10 = 3 + 7, 12 = 7 + 5, 14 = 7 + 7, etcétera, es obvio, aunque cuanto mayor es el número más complicado es el cálculo. Sin embargo, puesto que los números pares son infinitos, es imposible enfocar el problema caso por caso. Tendrás que hallar una demostración general, y sospecho que eso te resultará más difícil de lo que crees.
Me puse en pie.
—Por difícil que sea, lo conseguiré —afirmé—. Empezaré a trabajar de inmediato.
Mientras me dirigía hacia la puerta del jardín, me llamó por la ventana de la cocina.
—¡Eh! ¿No te llevas el papel con el problema?
Soplaba una brisa fresca y aspiré el aroma de la tierra húmeda. Creo que nunca en mi vida, ni antes ni después, me he sentido tan dichoso como en ese breve instante, ni tan lleno de confianza, expectación y gloriosa esperanza.
—No lo necesito, tío —grité—. Lo recuerdo perfectamente: todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de dos primos. Te veré el primero de octubre con la solución.
Su severo recordatorio me llegó cuando ya estaba en la calle:
—¡No olvides nuestro trato! —gritó—. ¡Sólo podrás ser matemático si resuelves el problema!
Un texto largo pero merece la pena. Porque hay que tener "mala leche" para proponer como problema, para todo el verano, la conjetura de Goldbach.
Christian Goldbach nació el 18 de marzo de 1690.
Apostolos Doxiadis
Ediciones B, S.A. 2000
Páginas 30 a la 38.
Al final de ese curso lectivo me otorgaron un premio por tener las notas más altas en Matemáticas. Mi padre se jactó de ello ante el tío Anargyros... ¡como si pudiera haber hecho otra cosa!
Yo había terminado mi penúltimo año de bachillerato y mis padres habían decidido que estudiaría en una universidad estadounidense. Puesto que el sistema en ese país no exige declarar el principal campo de interés del alumno en el momento de matricularse, tuve la oportunidad de posponer el momento de revelar a mi padre la terrible verdad —pues así la calificaría él— durante unos años más. (Por suerte, mis dos primos ya habían escogido una carrera que garantizaba al negocio familiar una nueva generación de empresarios.) De hecho, lo distraje durante un tiempo con vagos comentarios sobre mis intenciones de estudiar Económicas mientras urdía mi plan: una vez que estuviera matriculado en la universidad, con el Atlántico entero entre yo y la autoridad de mi padre, podría dirigir los estudios hacia mi verdadero Destino.
Ese año, en la fiesta de san Pedro y san Pablo, no pude resistirme más. En cierto momento llevé al tío Petros aparte e impulsivamente le confesé mis intenciones.
—Tío, estoy pensando en estudiar Matemáticas.
Mi entusiasmo no produjo una reacción inmediata. Mi tío permaneció callado e impasible, mirándome fijamente con expresión muy seria. Me estremecí al pensar que aquél debía de ser el aspecto que tenía mientras luchaba por desvelar los misterios de la conjetura de Goldbach.
—¿Qué sabes de matemáticas, jovencito? —preguntó tras un breve silencio.
No me gustó su tono, pero proseguí de acuerdo con mis planes:
—He sido el primero de la clase, tío Petros. ¡Me han dado el premio del instituto!
Por unos instantes pareció sopesar esa información y luego se encogió de hombros.
—Es una decisión importante —dijo—, que no deberías tomar sin meditarla antes. ¿Por qué no vienes a verme una tarde y hablamos del asunto? —Luego añadió, innecesariamente—: Sería preferible que no se lo dijeras a tu padre.
Fui a verlo pocos días después, en cuanto conseguí una buena coartada. El tío Petros me condujo a la cocina y me ofreció una bebida fría hecha con cerezas ácidas de su huerto. Luego se sentó frente a mí con aspecto solemne y profesional.
—Veamos, ¿qué son las matemáticas en tu opinión? —preguntó. El énfasis en la última palabra sugería que cualquier respuesta que le diera sería equivocada.
Balbuceé una sucesión de lugares comunes, como que era la más sublime de las ciencias y tenía maravillosas aplicaciones en el campo de la electrónica, la medicina y la exploración espacial.
El tío Petros frunció el entrecejo.
—Si te interesan las aplicaciones prácticas, ¿por qué no estudias ingeniería? O física. Esas ciencias también están relacionadas con cierta clase de matemáticas.
Otra inflexión cargada de significado. Era evidente que él no tenía en gran estima esa clase de matemáticas. Antes de humillarme aún más, decidí que no estaba a su altura y lo admití.
—Tío, no puedo explicar el porqué con palabras. Lo único que sé es que quiero ser matemático. Supuse que lo entenderías...
El reflexionó por unos instantes y al cabo preguntó:
—¿Sabes jugar al ajedrez?
—Un poco, pero no me pidas que juegue, por favor. Sé muy bien que perdería.
Petros sonrió.
—No iba a proponerte una partida; sólo quiero darte un ejemplo que comprendas. Mira, las verdaderas matemáticas no tienen nada que ver con las aplicaciones prácticas ni con los procedimientos de cálculo que aprendes en el colegio. Estudian conceptos intelectuales abstractos que, al menos mientras el matemático está ocupado con ellos, no guardan relación alguna con el mundo físico y sensorial.
—Me parece bien—dije.
—Los matemáticos —prosiguió— encuentran el mismo placer en sus estudios que los jugadores de ajedrez en el juego. De hecho, desde un punto de vista psicológico, el verdadero matemático se parece a un poeta o a un compositor musical; en otras palabras, a alguien preocupado por la creación de belleza y la búsqueda de armonía y perfección. Es el polo opuesto al hombre práctico, el ingeniero, el político o... —hizo una pausa, buscando una figura aún más aborrecible en su escala de valores—, claro está, el hombre de negocios.
Si me contaba aquello con el fin de desanimarme había escogido el camino equivocado.
—Es precisamente lo que busco, tío Petros —repuse con entusiasmo—. No quiero ser ingeniero; no quiero trabajar en la empresa de la familia. Quiero enfrascarme en las verdaderas matemáticas igual que tú... ¡como hiciste con la conjetura de Goldbach! ¡Caray! ¡La había fastidiado! Antes de salir hacia Ekali había decidido que no haría ninguna referencia a la conjetura de Goldbach durante la conversación; pero en mi entusiasmo había sido lo bastante imprudente para soltárselo.
Aunque el tío Petros permaneció impertérrito, noté un ligero temblor en su mano.
—¿Quién te ha hablado de la conjetura de Goldbach? —preguntó en voz baja.
—Mi padre —murmuré.
—¿Y qué te dijo exactamente?
—Que intentaste resolverla.
—¿Sólo eso?
—Y... que no lo lograste.
Su mano dejó de temblar.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Mmm... —dijo—. ¿Qué te parece si hacemos un trato?
—¿Qué clase de trato?
—Escúchame: yo creo que en matemáticas, igual que en el arte o en los deportes, si uno no es el mejor, no es nada. Un ingeniero de caminos, un abogado o un dentista que sea sencillamente eficaz puede tener una vida profesional creativa y satisfactoria. Sin embargo, un matemático medio (naturalmente, no me refiero a un profesor de secundaria, sino a un investigador), es una tragedia andante, una tragedia viviente...
—Pero tío —lo interrumpí—, yo no tengo la menor intención de ser un matemático medio. Quiero ser un número uno.
Mi tío sonrió.
—Al menos en eso te pareces a mí. Yo también era demasiado ambicioso. Pero verás, jovencito, no basta con tener buenas intenciones. Este campo no es como otros, en los que la diligencia siempre tiene una compensación. Para llegar a la cima en el mundo de las matemáticas necesitas algo más, una condición absolutamente imprescindible para el éxito.
— ¿Y cuál es?
Me dirigió una mirada de perplejidad por ignorar lo obvio.
—¡Talento, desde luego! La aptitud natural en su máxima expresión. Nunca lo olvides: Mathematicus nascitur, non fit; el matemático nace, no se hace. Si no tienes esa aptitud especial en los genes, trabajarás en vano durante toda tu vida y un día acabarás siendo un mediocre. Un mediocre distinguido, quizá, pero mediocre al fin.
Lo miré fijamente a los ojos.
—¿Cuál es el trato, tío?
Titubeó un momento, como si estuviera pensándolo. Por fin dijo:
—No quiero verte haciendo unos estudios que te conducirán al fracaso y la desdicha. En consecuencia, te pido que me hagas la firme promesa de que no te convertirás en matemático a menos que descubras que tienes un talento extraordinario. ¿Aceptas?
Aquello me desconcertó.
—Pero ¿cómo puedo determinar eso, tío?
—No puedes ni necesitas hacerlo —respondió con una sonrisita artera—. Lo haré yo.
— ¿Tú?
—Sí. Te pondré un problema que te llevarás a casa y tratarás de resolver.
Según lo que hagas con él, podré juzgar mejor si tienes madera de gran matemático.
La propuesta me inspiró sentimientos contradictorios: detestaba las pruebas, pero me fascinaban los retos.
—¿Cuánto tiempo tendré? —pregunté.
El tío Petros entornó los ojos mientras sopesaba la cuestión.
—Mmm... Bien, digamos que hasta el comienzo del curso lectivo, el primero de octubre. Serán casi tres meses.
Ignorante de mí, pensé que en tres meses era capaz de resolver no uno sino cualquier número de problemas matemáticos.
—¿Tanto?
—Bueno, el problema será difícil —contestó—. No cualquiera puede resolverlo, pero si tienes dotes para ser un gran matemático, lo conseguirás. Naturalmente, deberás prometer que no pedirás ayuda a nadie ni consultarás libros.
—Lo prometo —dije.
Me miró fijamente.
— ¿Eso significa que aceptas el trato?
Solté un profundo suspiro.
—¡Lo acepto!
Sin pronunciar una palabra, el tío Petros se marchó y al cabo de unos instantes regresó con lápiz y papel. Adoptó una actitud expeditiva, de matemático a matemático, y dijo:
—He aquí el problema... Supongo que ya sabrás algo sobre números primos, ¿no?
— ¡Desde luego, tío! Un número primo es un entero mayor que 1 que no tiene divisores aparte de sí mismo y de la unidad. Por ejemplo, 2, 3, 5, 7, 11, 13 y así sucesivamente.
Parecía satisfecho con la exactitud de mi definición.
— ¡Estupendo! Ahora dime, ¿cuántos números primos hay?
De pronto, me sentí un ignorante.
—¿Cuántos?
—Sí, cuántos. ¿No te lo han enseñado en el colegio?
—No.
Mi tío sacudió la cabeza con expresión de disgusto ante la baja calidad de la enseñanza de matemáticas en Grecia.
—De acuerdo, te lo diré porque vas a necesitarlo: los números primos son infinitos, según demostró por primera vez Euclides en el siglo III antes de Cristo. Su prueba es una joya por su belleza y simplicidad. Usando el método de reductio ad absurdum, de reducción al absurdo, en primer lugar da por sentado lo contrario de lo que desea probar, es decir que los números primos son finitos. Luego...
Con rápidos y vigorosos trazos en el papel y unas pocas palabras aclaratorias, el tío Petros escribió para mí la prueba de nuestro sabio antecesor, dándome también el primer ejemplo de las verdaderas matemáticas.
—... Lo que sin embargo es contrario a nuestra hipótesis previa —concluyó—. La serie finita lleva a una contradicción, ergo los números primos son infinitos. Quod erat demonstrandum.
—Eso es fantástico, tío —dije, fascinado por el ingenio de la demostración—. ¡Es tan simple!
—Sí —respondió con un suspiro—, muy simple, pero no se le ocurrió a nadie antes de que Euclides lo demostrara. Piensa en la lección que se oculta tras esto: a veces las cosas parecen sencillas sólo en retrospectiva.
Yo no estaba de humor para filosofar.
—Sigue, tío. Ponme el problema que tengo que resolver.
Primero lo escribió en un papel y luego lo leyó en voz alta.
—Quiero que intentes demostrar —dijo— que todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de dos primos.
Reflexioné por un instante, rezando con fervor por una inspiración repentina que me permitiera vencerlo con una solución instantánea. Sin embargo, no llegó, y me limité a decir:
—¿Eso es todo?
Tío Petros sacudió un dedo a modo de advertencia.
—¡No es tan sencillo! Para cada caso en particular que puedas considerar, 4 = 2 + 2, 6 = 3 + 3, 8 = 3 + 5, 10 = 3 + 7, 12 = 7 + 5, 14 = 7 + 7, etcétera, es obvio, aunque cuanto mayor es el número más complicado es el cálculo. Sin embargo, puesto que los números pares son infinitos, es imposible enfocar el problema caso por caso. Tendrás que hallar una demostración general, y sospecho que eso te resultará más difícil de lo que crees.
Me puse en pie.
—Por difícil que sea, lo conseguiré —afirmé—. Empezaré a trabajar de inmediato.
Mientras me dirigía hacia la puerta del jardín, me llamó por la ventana de la cocina.
—¡Eh! ¿No te llevas el papel con el problema?
Soplaba una brisa fresca y aspiré el aroma de la tierra húmeda. Creo que nunca en mi vida, ni antes ni después, me he sentido tan dichoso como en ese breve instante, ni tan lleno de confianza, expectación y gloriosa esperanza.
—No lo necesito, tío —grité—. Lo recuerdo perfectamente: todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de dos primos. Te veré el primero de octubre con la solución.
Su severo recordatorio me llegó cuando ya estaba en la calle:
—¡No olvides nuestro trato! —gritó—. ¡Sólo podrás ser matemático si resuelves el problema!
Un texto largo pero merece la pena. Porque hay que tener "mala leche" para proponer como problema, para todo el verano, la conjetura de Goldbach.
Christian Goldbach nació el 18 de marzo de 1690.