Lee a Julio Verne. El amor en tiempos de la criptología.
Susana Mataix Hidalgo
Rubes Editorial, S. L. 2002
Páginas 51 a 53.
Me encontré con algunos datos curiosos como que en España, desde los tiempos de los Reyes Católicos, se habían cifrado mensajes de Estado, algunos tan torpemente que el destinatario legal de los mismos se veía obligado a reclamar una repetición porque no entendía lo que se decía. El mismo Cristóbal Colón envió una carta en clave a su hermano, atacando a uno de los gobernadores españoles, aunque se le volvió en contra porque, a raíz de ese testimonio escrito, el representante de sus majestades pidió que repatriasen al descubridor. Y uno de los primeros documentos cifrados del nuevo mundo, fechado en 1532, procede de la pluma de Hernán Cortés.
Durante el reinado de Felipe II, la corona española instauró un sistema de cifrado en la correspondencia real que se consideraba el mejor de la época. Se atribuían caracteres o símbolos distintos, además de a las letras, a ciertas sílabas y determinadas palabras de uso frecuente. Se manejaban dos listas y, dependiendo de que se tratara de un despacho entre embajadas o directamente una orden del rey, se empleaba uno u otro. Los datos acerca de las embarcaciones cargadas de oro se cifraban para protegerlas en el caso frecuente de que cayesen en manos de piratas. Los códigos de cifrado se cambiaban, en general, cada cuatro años, pero se sustituían antes si se sospechaba que habían sido capturadas por agentes enemigos.
Las monarquías del renacimiento se sirvieron de criptogramas para organizar conspiraciones, y Maquiavelo atestigua su importancia en el libro El arte de la guerra.
La incursión en la obra literaria de Julio Verne había sido una buena introducción a las pautas de la criptología clásica. El criptograma de La Jangada, y el primer mensaje enviado por mi padre, seguían el modelo de cifrado popularizado por el francés Blaise de Vignere en el siglo XVI, vigente con diversas modificaciones hasta bien entrado el siglo XX. Cada cambio de cifrario exigía copiar y distribuir la lista de símbolos empleados y se corría el peligro de que se produjesen filtraciones. Además, por muy sofisticado que fuese el sistema, siempre había espías dispuestos a demostrar que no hay tarea que se resista al ingenio humano, en especial, si el dinero o la seguridad del Estado andan por medio.
Algunos de los grandes matemáticos habían alcanzado merecida gloria al ser contratados para espiar a potencias ajenas. En particular, me inquietó un nombre: François Viète. Desempeñó un papel crucial al quebrantar los códigos secretos españoles. Pero la parte de su biografía que me hizo apuntar mentalmente su nombre, fue que Viète era un abogado de Poitiers, aficionado a las matemáticas, en las que destacaría, no sólo por sus dotes criptográficas, sino por ser uno de los padres del álgebra. Eran tres rasgos -abogacía, matemáticas y criptografía- vinculados a la imagen paterna, aunque no creía que mi progenitor hubiese llegado muy lejos en las ciencias y, con respecto o la criptografía, estaba dejando a mi cargo la tarea de romper sus sistemas de cifrado. Tampoco yo pensaba emular a Viète y afirmar, como él hizo, que por mucho que Felipe II cambiase las nomenclaturas de sus cifrarios para proteger las comunicaciones con sus súbditos, siempre se las agenciaría para infiltrarse en sus métodos y averiguar sus intenciones.
Los rudimentarios mecanismos de cifrar de espartanos y romanos fueron superados por el tercer presidente de Estados Unidos, Thomas Jefferson, quien inventó un ingenioso artefacto para cifrar, consistente en un cilindro compuesto de varios discos y montados sobre un eje con el que se alteraba la relación entre el alfabeto original y el trucado.
Aunque no recibiese una acogida entusiasta, y él mismo no lo utilizase, su invento supuso la incorporación de las máquinas a la criptología y el ocaso de los sistemas clásicos basados en la exclusiva utilización de lápiz y papel. A partir de ese momento, la criptología abandonó el tinte romántico y literario de las intrigas palaciegas para evolucionar hasta convertirse en un instrumento en las conspiraciones internacionales, en un arma adicional para decidir el signo de las victorias militares.
El título del libro
LEE
+ A
JULIO
----------
VERNE
es un criptograma donde las letras deben ser sustituidas por números respetando los valores de la suma. ¿Encontraste la solución?
Julio Verne murió el 24 de marzo de 1905.
Susana Mataix, hija de Mariano, ya estuvo por aquí la semana pasada.
Susana Mataix Hidalgo
Rubes Editorial, S. L. 2002
Páginas 51 a 53.
Durante el reinado de Felipe II, la corona española instauró un sistema de cifrado en la correspondencia real que se consideraba el mejor de la época. Se atribuían caracteres o símbolos distintos, además de a las letras, a ciertas sílabas y determinadas palabras de uso frecuente. Se manejaban dos listas y, dependiendo de que se tratara de un despacho entre embajadas o directamente una orden del rey, se empleaba uno u otro. Los datos acerca de las embarcaciones cargadas de oro se cifraban para protegerlas en el caso frecuente de que cayesen en manos de piratas. Los códigos de cifrado se cambiaban, en general, cada cuatro años, pero se sustituían antes si se sospechaba que habían sido capturadas por agentes enemigos.
Las monarquías del renacimiento se sirvieron de criptogramas para organizar conspiraciones, y Maquiavelo atestigua su importancia en el libro El arte de la guerra.
La incursión en la obra literaria de Julio Verne había sido una buena introducción a las pautas de la criptología clásica. El criptograma de La Jangada, y el primer mensaje enviado por mi padre, seguían el modelo de cifrado popularizado por el francés Blaise de Vignere en el siglo XVI, vigente con diversas modificaciones hasta bien entrado el siglo XX. Cada cambio de cifrario exigía copiar y distribuir la lista de símbolos empleados y se corría el peligro de que se produjesen filtraciones. Además, por muy sofisticado que fuese el sistema, siempre había espías dispuestos a demostrar que no hay tarea que se resista al ingenio humano, en especial, si el dinero o la seguridad del Estado andan por medio.
Algunos de los grandes matemáticos habían alcanzado merecida gloria al ser contratados para espiar a potencias ajenas. En particular, me inquietó un nombre: François Viète. Desempeñó un papel crucial al quebrantar los códigos secretos españoles. Pero la parte de su biografía que me hizo apuntar mentalmente su nombre, fue que Viète era un abogado de Poitiers, aficionado a las matemáticas, en las que destacaría, no sólo por sus dotes criptográficas, sino por ser uno de los padres del álgebra. Eran tres rasgos -abogacía, matemáticas y criptografía- vinculados a la imagen paterna, aunque no creía que mi progenitor hubiese llegado muy lejos en las ciencias y, con respecto o la criptografía, estaba dejando a mi cargo la tarea de romper sus sistemas de cifrado. Tampoco yo pensaba emular a Viète y afirmar, como él hizo, que por mucho que Felipe II cambiase las nomenclaturas de sus cifrarios para proteger las comunicaciones con sus súbditos, siempre se las agenciaría para infiltrarse en sus métodos y averiguar sus intenciones.
Los rudimentarios mecanismos de cifrar de espartanos y romanos fueron superados por el tercer presidente de Estados Unidos, Thomas Jefferson, quien inventó un ingenioso artefacto para cifrar, consistente en un cilindro compuesto de varios discos y montados sobre un eje con el que se alteraba la relación entre el alfabeto original y el trucado.
Aunque no recibiese una acogida entusiasta, y él mismo no lo utilizase, su invento supuso la incorporación de las máquinas a la criptología y el ocaso de los sistemas clásicos basados en la exclusiva utilización de lápiz y papel. A partir de ese momento, la criptología abandonó el tinte romántico y literario de las intrigas palaciegas para evolucionar hasta convertirse en un instrumento en las conspiraciones internacionales, en un arma adicional para decidir el signo de las victorias militares.
El título del libro
LEE
+ A
JULIO
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VERNE
es un criptograma donde las letras deben ser sustituidas por números respetando los valores de la suma. ¿Encontraste la solución?
Julio Verne murió el 24 de marzo de 1905.
Susana Mataix, hija de Mariano, ya estuvo por aquí la semana pasada.