Évariste

Évariste
Évariste


François-Henri Désérable


Editorial Cabaret Voltaire S.L. 2017



Páginas 76 a 79
CARRERA DE REGULARIDAD
De Neils Henrik Abel podríamos hablar durante horas: de su nacimiento en la Noruega profunda, cuando el siglo de Évariste tenía un año; de su primera infancia en el presbiterio de Finnøy donde los criados cobraban diez táleros por doce meses de trabajo y con eso se apañaban muy bien; de su niñez en Gjerstad, en la casa del lago; casa de madera pintada de colores que, de día, se desvanecía en la niebla y de noche en la noche; del abuelo, el pastor Abel, siempre con su peluca aunque la peluca ya no estaba de moda; del padre, también pastor, tan fiel al Señor como al vino de misa, y más fiel aún al aguardiente; de la madre, infiel, insaciable, que engañaba a su esposo con los criados por aquello de matar el tiempo; de la escuela catedral adonde lo mandaron con doce años, en aquella capital que no llevaba el precioso nombre de Oslo sino aquel otro, aún más hermoso de Cristianía; de la educación que allí se impartía, a la antigua, a reglazos y latigazos; de aquel profesor de matemáticas, Hans Peter Bader, un salvaje que pegaba a los malos estudiantes hasta hacerles sangre, y del alumno sin nombre que apaleó hasta la muerte; del profesor que sustituyó al salvaje, el bueno de Bernt Michael Holmboe, quien fue un Louis Richard para Abel, y de los elogios tipo Richard que escribía en su expediente: “Un don excepcional para las matemáticas”, “Si vive, será un gran matemático”; del padre que murió calumniado cuando el hijo contaba apenas dieciocho años; de la ecuación de quinto grado que aquel hijo de cabellos rubios estudiaba durante sus noches en vela; del largo viaje hasta París pasando por Praga, Berlín, Viena, Italia y Suiza; de las mujeres de buena voluntad que conoció en el Palais-Royal, donde la gente perdía su dinero al mismo tiempo que su alma; de los matemáticos de mala voluntad que conoció en la Académie, donde se perdían las memorias con tanta facilidad: Poisson, hombrecillo barrigoncete; Lacroix, horriblemente calvo y extraordinariamente viejo; Cauchy loco, católico y beato; de las sesenta y siete páginas que le entregó en mano a Cauchy, sesenta y siete páginas de una memoria que suponía meses, años de agotador trabajo, sobre las que Cauchy se dignó apenas echar un vistazo; de su regreso a Noruega sin un céntimo y sin noticias de la Académie; del viaje en trineo, durante el invierno de 1828; de la nieve y del frío, del hielo, y todo por amor a una joven danesa pelirroja; de la tuberculosis; de la larga agonía; de la muerte a los veintiséis años.
El muchacho que vino del frío tuvo al final la aprobación académica que, desde los confines de Noruega vino a buscar a París, esa que transforma unos folios en monumento más duradero que el bronce, otorgándoles un valor científico -y al autor la certeza, o al menos la ilusión, de no haber trabajado en balde-. En junio de 1830 le concedieron a título póstumo el Grand Prix de Mathématiques, junto con Jacobi (y después de haber hablado de Abel el noruego durante horas, podríamos hablar de Jacobi el prusiano, de la rivalidad admirativa que mantenían ambos).










En este libro se relata la vida de Évariste Galois (Bourg-la-Reine, Francia, 25 de octubre de 1811 - París, Francia, 31 de mayo de 1832).
El fragmento anterior está dedicado a Niels Henrik Abel (Findö, Noruega, 5 de agosto de 1802 - Froland, Noruega, 6 de abril de 1829).
Ya recordamos el aniversario de la muerte de Abel, donde también aparecía Galois. Aquí hay más detalles sobre la vida de Évariste.